sábado, marzo 20, 2004

Big Fish

Había un hombre que siempre contaba historias. De tanto contar historias, un día, sin darse cuenta, él mismo se convirtió en una historia.

La vida puede ser tan monótona y aburrida, o divertida y variada como se quiera; la diferencia entre una y otra, no está más allá de nuestras posibilidades: un hecho rutinario puede cobrar la mayor trascendencia posible, con un simple acto de voluntad. Digamos que un hombre nace, vive y muere. A esto se reduce cualquier vida humana y, de hecho, cualquier vida según el estado que conocemos. Pero lo importante está en los pequeños detalles, en lo que pasa de un punto a otro, entre una coma y la siguiente; en pocas palabras, lo que se omite con un punto y coma es la riqueza de la historia.

Desafortunadamente, yo me he ido acostumbrando al punto y coma, a la suspensión de los sentimientos en aras de un fin supuestamente mejor, mucho más trascendente e importante: el talento individual. Sin embargo, a medida que esto iba pasando, al ir suplantando sentimientos por definiciones abstractas, cuasi-universales, fui sacrificando el anonimato de una vida ordinaria, por la notoriedad de una vida de grandes logros, o supuestas recompensas, mismas que se desintegraron de súbito, tras un pequeño análisis de la verdad, la que vivía y la que me había inventado. Me di cuenta que había dejado de creer, abandonado la vivencia, por un intento de analizar y describir la vida en sí, intentando llegar a una generalidad que, inconscientemente, iba perdiendo al mismo paso que mi individualidad. Sí, la vida está aquí, no en otra parte. Acaso siempre diferente, según la historia que contemos sobre el mismo hecho, pero siempre aquí, no en otra parte. Repito esta frase como si fuera una especie de mantra, un aletargamiento de la conciencia para llegar a la iluminación.

Un hombre cuenta historias; de tanto contarlas, confunde la realidad y la ficción, elige una de ellas (la mejor), para hacer de su vida una de esas tantas historias (la mejor).