domingo, abril 18, 2004

La escritura solía ser mucho más divertida, aunque mucho más mala, a la vez. Parecía que desdoblarse sobre la hoja en blanco (ahora la pantalla en blanco, para mí) era una buena terapia, un descanso del espíritu, juegutón y alocado. Ahora me contengo, cuido la palabra, la amarro y la medito, juzgando su validez en cuanto a estética literaria, y su certeza para describir, de óptima forma, los estados del alma, la generalidad de la humanidad dentro de un individuo cualquiera, el escritor o el protagonista de la historia. Solía dejar que las figuras y las formas de trastocaran, se amontonaran, corretearan una tras la otra, buscando la insaciable ficción del mundo en una ligera gota de tinta. Ahora, he dejado la pluma a un lado: van apareciendo, casi con la misma rapidez con la que se pueden ir borrando, píxeles que simulan letras, bits de unos y ceros, espacios de memoria que almacenan letras, palabras, ideas.
La ideas no son la realidad. El mundo está allá afuera, no dentro de estas cuatro paredes, sobre esta mesa, dentro de esta máquina que a final de cuentas, no es nada. La vida está viva; el papel, no.