sábado, noviembre 20, 2004

The Dreamers, de Bernardo Bertolucci


La cuenta de los días deja su significado a un lado ante el temor a la muerte. Los Soñadores viven de ilusiones, se refugian en su recámara, dentro de una casita hecha con sábanas y bastones largos, inventan un mundo nuevo, crean el cambio importante de la generación, siempre soñando, sin salir a la calle siquiera. Dentro de los más grandes miedos de la humanidad está el de la transición a la adultez, la duda ante la certidumbre, el apaciguamiento ante el cambio. El adulto piensa mucho más las cosas antes de llevarlas a cabo, o de imaginarlas, apenas. Los impulsos han sido dejados a un lado; ahora es toda razón. Pero los soñadores siguen soñando sus sueños soñados por otros soñadores: dentro de una cabeza está el mundo entero. La historia de la humanidad evoluciona con cada ser humano. Las generaciones se van rotando en espiral, las modas se retoman, la palabra se vuelve cómplice del tiempo. Sobre la dura tabla de arcilla se conserva el legado del mundo: ¿Gaia está muriendo? Y si fuera cierto, ¿podremos mudarnos a tiempo? Las calles expiran revolución. Un grito al aire, una llama recién iniciada. Dans la roue, dans la roue! De frente, el sistema con sus hombres de negro se enfrenta a los incitadores, en su mayoría rojos –según la moda ideológica del 68–, mientras la luna sigue su curso, los experimentos nucleares y la carrera armamentista se acelera con tanta inseguridad y violencia en las calles: la gente pide vivir, pero de veras, sin mentiritas, dos personas que se aman son suficiente pretexto para preservar la vida. Llega la violencia, muertos y heridos por todas partes. Sangre. Olor a sangre y a mierda añejada. No importa, nada importa. Sin embargo, no me arrepiento de nada.