sábado, octubre 30, 2004

Kava kava


Cuando por fin logró conciliar el sueño ya era demasiado tarde. Había vivido colgado de un hilo, en la cuerda floja de la desazón, buscando razones para una vida que no era la propia, sino una ajena, prestada nomás por un rato. Sabía que su vida comenzaría pronto, mucho más de lo que podía imaginar, acaso mañana o el lunes o la semana siguiente. Uno de estos días, pero pronto, eso si. Había pasado una larga noche, con lluvia y truenos allá afuera, letargos y desesperación acá dentro. Los segundos eran agua diluida; los paisajes, rayos incandescentes. La kava kava, valeriana o cannabis habían dejado de adormecerlo. Estaba inquieto sin sosiego, rebelde sin razón de estar. Los días de septiembre siempre lo habían vuelto un poco melancólico, como si la lluvia lo ahogara por dentro y lo hiciera fluir junto a ella. ¿Una lágrima o una gota? Las dos son agua, pensó.

Desde la primera vez que lo vi supe que era distinto a los demás. Caminaba con una calma demasiado extensa, como si el mundo transcurriera bajo sus pies como en una banda para correr: entre más lento iba, parecía detener el tiempo hasta casi virarlo. Sufría de nervios, según él. Yo nunca le creí, nunca pude estar seguro de nada referente a él. Un día estaba triste y melancólico; al otro, alegre y de una euforia incontrolable. Siempre distinto, sin un patrón de conducta fijo o predecible. Ahora se que es un buen hombre; ahora que es demasiado tarde.

¿Cuándo inició el derrumbamiento? ¿Cuándo el inicio del final? Nadie supo nada. Hubo quienes trataron de adivinar la razón o el momento preciso, la causa del sufrimiento, del abandono en el que se había sumido. Muchos argumentos, pocas conclusiones. Esa tarde había salido sin rumbo fijo. Tenía demasiados pendientes pero decidió postergarlos al ver el indicador del tanque de gasolina: la aguja caída hasta el extremo izquierdo. No había a donde ir. Retiró el pie derecho del acelerador para economizar el poco combustible que le quedaba y llegar con el puro vuelo a casa de su amigo. Tocó a la puerta con la llave. Volvió a tocar. Nada. Gritó: Gordo. Nada. Cabizbajo, dio media vuelta y comenzó a desandar hacia su auto. A los cuatro pasos escuchó la llave que giraba para abrir la puerta.

Me cuesta decirlo, pero debo admitirlo: al final le había comenzado a tomar cariño. Si bien no era la persona de mejores maneras, sí era bastante sincero y confiable. La primera impresión no es siempre lo que cuenta, aprendí a decir. Recuerdo que él solía juntarse con un amigo en común, mientras estudiábamos la secundaria: su apariencia demasiado formal, con pantalones Peroe y camisas Gap me hacía desconfiar de él. Por ese entonces yo llevaba pantalones de mezclilla rotos por las rodillas, una camiseta de los Rolling Stones que nunca me quitaba y mis inseparables botas de construcción. Ser alterno era la onda. Hasta ahora me doy cuenta que no era más que otro del montón. Pero esa es otra historia, la mía y no la de él.

Tomaron café y charlaron como dos viejos amigos habituados al malhumor de uno y las paranoias del otro. Fumaron apresurados en el patio trasero, como ocultando sus más arraigados miedos, sabiéndose culpables de apreciar y disfrutar del placer.