domingo, mayo 30, 2004

Aniquilación de la palabra

La palabra atenta contra sí misma. Se va autodestruyendo, lenta, apaciblemente. De un momento a otro, salta de aquí hacia allá, dando maromas y piruetas, revolcándose y volando en mil pedazos, distraída, apaciguada y violenta. La palabra se llamaba libertad. La noche se llama inocencia. El día es un intermedio entre la verdad, un equilibrio entre la dionisiaca fantasía y la apolínea razón. Para cruzar la puerta hay que andar. No hay otra manera de pasar al otro lado mas que por el movimiento; y lo más interesante de todo: no es nada difícil. La dificultad radica en la ignorancia. Cuando se conoce, cuando se domina un tema, cuando se siente como si tal situación ya hubiese sido vivida de antemano, en otra vida u otro momento, se da la libertad para decidir, para llegar hacia el otro lado y poder voltear hacia atrás, con otra perspectiva, sabiendo que la vida es una, aunque pueda contar con tantas caras. La palabra busca aniquilar al hombre, petrificarlo o entintarlo, volverlo polvo y arena. La palabra se aniquila al mostrar su lentitud ante la vertiginosidad del hombre. Al desaparecer, nace de nuevo, se reinventa. Entonces existe la literatura, el hecho concreto de no ser ningún pensamiento abstracto, de captar la naturaleza del hombre, sin siquiera comprender la propia. La palabra desdibuja al escritor, lo desarticula en mil pedazos, en doscientas vidas, en unas cuantos planetas, universos, estrellas. Vueltas y vueltas, cada uno sobre su propio eje. A final de cuentas, los ejes se intersecan en una infinidad de paralelas. La palabra se contrae hasta volverse un punto en el espacio. Después del punto, nada más pequeño que el universo. Y uno, preocupado por pagar la renta.

Descubrí este manuscrito hace ya casi diez años. Aun no he podido pasar de la primera página. El libro consta de trescientas. Fue por un suceso extraño que el libro llegó a mí. No he podido comprender por qué ese cambio tan abrupto al final del párrafo, ese cambio de tono, de voz, hasta de tiempo, de una u otra manera. Ante la duda, quedé petrificado, buscando explicaciones en otros textos, en otros sitios. Decidí volar a la ciudad donde había sido editado el libro: Boston, para dejarme sorprender por un hecho del cual todavía no tenía idea. Buscaba una respuesta tan específica que no existía la pregunta concreta. Era necesario dejar abierta la puerta para dejar entrar a quien tuviese algo que decir. Cuando se trata de la palabra, hay que ser precavido, según me habían enseñado mis últimas experiencias contra el sistema. A veces, o casi siempre, es mejor callar, guardar la palabra oral para transformarla en grafos sobre un medio impreso, llámese página en blanco o pantalla de computadora, para luego salir a la calle, revestida de pastas gruesas o de sitios virtuales. La realidad ya no tiene fuerza ante la ficción de la palabra. La realidad ha perdido la certeza al haberla negociado, al haberla cedido hacia la memoria colectiva, el archivo virtual donde se concentra la historia entera de la humanidad y el universo: un fotón.

Sin luz no se da la vida. O se da pero no sabemos que está ahí. Podríamos hablar en porcentajes, mencionar que todo el universo, según creemos, finito o infinito, no forma más que un cuatro por ciento del total de materia. Entonces, somos el cuatro por ciento de un infinito mucho más grande. Pero, ¿habrá diferencia entre un infinito pequeño y uno más amplio? Yo creo que la diferencia está en la palabra, la única vieja sabia, capaz de conocer lo incognoscible, de medir lo… y hacer de una vida, una novela, de un acto instantáneo y fascinante, un poema. Entonces la palabra engendra y regenera al universo entero. El hombre, supuesto creador de ella, va de por medio. La palabra, al ser escrita, roba la vida del hombre, la devora para regurgitarla en otro universo, el de la memoria universal.